La voz templada.

El relato que quiero compartir con vosotros no es inédito, ha sido publicado en varias revistas literarias y tiene, por qué no decirlo, algunos años desde que lo escribí. No obstante, se mantiene en forma, no muestra signos de alopecia, en contra de la propia genética, y todavía da los saltos de página con cierta agilidad, sin achaques perceptibles de reumatismo.

Me permito, antes de entregároslo para la lectura, introduciros en el tema. Recuerdo ya hace bastantes años, -los mayores tenemos un disco duro lleno de videos de recuerdos, como youtube más o menos-, haber leído una novela que se titula El perfume: historia de un asesino (1985) del autor alemán Patrick Süskind. En ella, el protagonista Jean-Baptiste Grenouille, descubre y percibe el mundo a través del sentido del olfato y todo su empeño consiste en elaborar, mediante procesos alquímicos indescriptibles, una fragancia de seducción para vencer la voluntad del prójimo. La novela fue convertida en éxito cinematográfico en el año 2006 por el director Tom Tykwer. Muchos de vosotros recordaréis la película. Sin ánimo de criticar creo que, puestos a dar valor, la novela es mejor, pero para gustos los colores.

He de confesar que el tema me hizo pensar, ser capaz de influir en los demás a través de los sentidos de manera imperceptible me ha producido de siempre curiosidad científica, pero a diferencia de Süskind, elaboré un pensamiento de seducción alternativa, esto es, a través del encanto de la voz.

Obviamente, no se me ocurre comparar mis ocho folios con una novela consagrada que fue traducida a 46 idiomas y de la que se vendieron más de 15 millones de ejemplares, soy persona que me respeto por la sazón de mi juicio y lo que aquí entrego es un apunte que tan sólo tiene la pretensión de pasatiempo, simplemente, tracé un argumento de diferente solución, en otro lugar, otro tiempo y bajo distinto planteamiento.

Sin más, os cedo el protagonismo del relato, hacedlo vuestro y ojalá lo disfrutéis.

José Díaz

LA VOZ TEMPLADA

Su perfil académico y profesional se adaptaba como ex profeso a las necesidades requeridas para el puesto de trabajo. Ahora recuerdo que en la primera entrevista me sorprendió agradablemente su cuidado aspecto físico que le confería esa elegancia en el porte ennoblecida por la prudencia del carácter. No obstante, ya entonces me percaté de que lo que realmente ensalzaba su persona era la expresividad de su voz, rotunda, envolvente y acogedora.

El proceso selectivo se diversificó en innumerables pruebas que superó airoso, siempre con ventaja ostensible sobre el resto de los candidatos. No había tarea, función o competencia del profesiograma en la que no sobresaliese con el mérito de los triunfadores, con el saber hacer de la experiencia, con el talante de los que viven lo vocacional como la prolongación del espíritu, de esos que se imbuyen en lo laboral como en una terapia de diversión.

Llamó a la puerta y, tras solicitar mi permiso, se sentó en la silla de confidente lleno de aplomo, con la seguridad del que es consciente de su éxito y tan sólo aguarda pacientemente su materialización. Me miró directamente a los ojos, con sinceridad, sin alardes, y me transmitió la franqueza de sus sentimientos.

Siempre he confiado ciegamente en mi intuición, esa que me sugería al hombre de integridad intachable, no obstante, por precaución solicité consejo profesional y me consta que fue sometido a innumerables pruebas para que, a la postre, se reafirmasen mis premoniciones iniciales. Me alegré cuando lo percibí materializado en el epílogo del informe: “… el candidato posee una amplia experiencia profesional, un estricto criterio de justicia y gran capacidad de trabajo, lo que unido a su desarrollado equilibrio personal, le caracterizan para ejercer puestos de mando y responsabilidad en los que puede desarrollar su potencial creativo.”

Cuando acudió a la presentación del departamento deslumbró a todo el equipo con su madera de líder y su don de gentes, con su jovialidad natural e ingenua casi infantil con la que bromeaba entre risas con todos. Se convirtió, sin el ánimo de pretenderlo, en el centro de atención de la reunión y al concluir, recibí felicitaciones enardecidas por haberlo seleccionado: “Un acierto, has elegido a la persona idónea, será un buen director… Perfecto, el candidato ideal. Nos dará mucho juego, parece que reúne las condiciones que requiere el proyecto… Felicidades, siempre acabas encontrando a la persona apropiada, pero en esta ocasión has acertado de pleno…”

Los primeros días coincidía con él en el ascensor al subir a la tercera planta donde lo habían ubicado en un despacho próximo al mío. Me alegraba su optimismo, me contagiaba su talante positivo y su ánimo emprendedor y, sobre todo, aquellas desbordantes ganas de vivir.

Metódicamente riguroso, de imagen impoluta, con la puntualidad de un tren inglés, entraba en la oficina con la sonrisa rebosante de felicidad y aquellos ojos azules llenos de mar intenso. Incluso, cuando nos despedíamos, me atraía irremediablemente seguir su caminar y lo observaba a hurtadillas, de soslayo, ocultando mi vergüenza en el parapeto del hombro o el embozo del abrigo. Airoso y apuesto, con la galantería prendida del ojal de su chaqueta y un cuarto de pañuelo de cortesía sobresaliendo del bolsillo, saludaba a los empleados con la frase oportuna de corrección impecable, siempre con la natural complicidad del amigo que transforma en confianza la privacidad.

Con independencia de quién fuese su interlocutor el trato siempre era afable y, como algo innato, transmitía en sus frases la franqueza de un niño y la cordialidad del mejor afecto. Nunca lo vi dirigirse a nadie con altanería, desaire o desdén, ni denoté que se jactase de sus logros. No percibí en ningún momento la utilización del poder que le confería su cargo con otros fines que los estrictamente profesionales.

Pero era su voz lo que esencialmente le diferenciaba. Una tonalidad dulce y agradable que transmitía tranquilidad en cada uno de sus timbres. Una voz que embelesaba como la fragancia de una flor, como el rumor del mar o el crepitar del fuego. Que transportaba al oyente, como en un cuento de fantasía y le abría los sentidos con el efecto embriagador de una botella de vodka.

Una voz que, como llegué a constatar, transfiguraba el ambiente y evocaba añoranzas de lugares y sensaciones pasadas con la intensidad del presente. Todavía recuerdo el día que conversaba con él y tuve conciencia del olor a salitre despedido por el batir de las olas en una playa de las Mauricio o, ese otro, en el que el frío de la nieve me cuajó el rostro un día de octubre en la apertura de temporada de la ópera en Viena.

Como es natural, al poco tiempo de su ingreso, una cohorte de entusiastas se lo rifaban para tomar café. Lo esperaban en el vestíbulo del ascensor y le proponían con el ánimo secreto de lo compartido invitaciones para el partido del siglo o del último estreno, para la escapada del fin de semana o del consabido campeonato de golf. He de confesar que sentía una sana envidia por la admiración que despertaba, que me sorprendía gratamente su tacto al rechazar sutilmente las propuestas que no eran de su conveniencia. Tenía la retórica cultivada del orador y la facilidad expresiva del poeta. Acertaba al utilizar cada palabra, las enlazaba en eslabones con el ritmo y cadencia que exige la locuacidad más cuidada.

Desde su llegada no había conversación en la empresa en la que no se mencionase el departamento que dirigía, su éxito, volumen de facturación y negocio, los planes y perspectivas de futuro, el empuje y proyección de su plantilla. Pero, sobre todo, se hablaba de él, del magnetismo de su conversación, de la calidez de su timbre, del encanto desmedido de su voz.

Las llamadas de los clientes saturaban las líneas telefónicas, todos querían seguir negociando con el director del departamento, fieles al señuelo que les embelesó, abnegados de devoción al culto de los sentidos. Los pedidos colapsaban otros trabajos y el departamento de personal tenía que realizar constantes contrataciones para incrementar el número de empleados que generaban las ventas. Su fama trascendió de la empresa y no resultaba extraño que la competencia se interesase por sus servicios y formulase, a quién quisiera oírlas, ofertas disparatadas por su traslado.

Ella trabajaba en la primera planta y aunque no se ajustase estrictamente a los cánones del prototipo físico de mujer ideal, he de confesar que, como mínimo, podía tildarse de resultona. Alta y descocada, de metro setenta y pico, con el pelo alborotado, los ojos claros de mirada altiva y unos labios carnosos de mucama brasileña, siempre se ajustaba en trajes de chaqueta y falda que dejaban entrever unos pechos erguidos acomplejados de superioridad y unas piernas interminables vestidas en medias de malla de seda. Un tanto hortera con los abalorios, pendientes de aros zulúes, collares del domingo de rastro, anillos de bisutería barata. Displicente y pasota en el trabajo se había ganado sus méritos laborales por el nepotismo del jefe contable, un viejo empingorotado y tío de la criatura.

No puedo asegurar cuando los vi juntos por primera vez, pero poco a poco, y a los ojos de todos, se fueron haciendo inseparables. Eran cómplices en el despertar de la empresa y remoloneaban alrededor del reloj de fichar para pasarse a media mañana los cafés a la antesala de su despacho. Casualmente, coincidían en los descansos socorridos del baño y compartían coche y chofer en los atascos de regreso. Los rumores fueron tomando fundamento cuando la señora de la limpieza los sorprendió entregándose a una incontrolada y desbocada pasión en el cuarto de reprografía.

A partir de entonces dejaron liberar sus inhibiciones y era habitual verlos besarse a hurtadillas en el pasillo, hacerse carantoñas al lado de la máquina expendedora de bebidas o arrumacos en la puerta del ascensor. La política liberal de la empresa se resquebrajaba con los comentarios de censura por cada uno de sus arrebatos de amor. No obstante, el éxito del momento pesaba como una losa de hierro fundido y el pudor empresarial se sacrificó en favor de los rentables resultados de tan insigne directivo.

Un día me invitó a cenar. Me sorprendió su iniciativa, porque yo nunca había pretendido su compañía. Aproveché la oportunidad que me brindaba y me engalané para el acontecimiento. Para la cena de cuatro me busqué una compañía de tránsito y así cumplir con la formalidad del requisito. Encontré en mi agenda una inteligente mujer que admitió cómplice el papel de reír mucho sin decir nada y, así, nos presentamos con una botella del mejor rioja que pudimos conseguir.

Me impresionó su casa decorada al más puro estilo minimalista. Un gusto exquisito alternaba los muebles de Le Corbusier con cuadros de Mondrian, Bertrand y Kandinsky, esculturas de Pevsner, un pequeño museo. Nos sirvió un pavo relleno con arándanos y manzana, de postre un soufflé de limón exquisito, mientras Il castrato de Farinelli reventaba los bafles. El único elemento discordante era ella, con su chabacana altanería, su ordinariez descuidada y sus ademanes de meretriz de segunda.

En la cena viajamos con él visitando lugares recónditos. Nos relató los avatares de su infancia vivida entre Madrid y Barcelona, el traslado de su familia a El Cairo por motivos profesionales de sus padres que formaban parte de un equipo de excavación arqueológica cuando el gobierno egipcio decidió construir la presa de Assuan. Recordaba sus estancias en Abu Simbel jugando en los ocres atardeceres del Nilo con aquellas figuras tan curiosas que él y su hermano distraían de las obras. Con el transcurrir del tiempo se trasladó a París y estudió en la Sorbona y cuando concluyó la carrera recorrió innumerables países, pero sus recuerdos de infancia le atraían sin remedio a España y decidió establecerse definitivamente con el fin de afianzar las raíces que nunca tuvo.

Charlamos hasta altas horas de la mañana, para después, despedirnos cordiales con el placer de habernos conocido personalmente y la esperanza de volver a compartir lo vivido. Solicité un taxi para mi sonriente pareja a la que despedí con un guiño y regresé dando un paseo, me apetecía caminar y rememorar los pasajes de la velada con el frescor de la noche de verano.

Al día siguiente, ya en la oficina, a media mañana una avería inutilizó el aparato generador del aire acondicionado y en la planta enrojecíamos más que el marisco cocido. Sucedió un día caluroso de julio, de esos en los que los pájaros vuelan con el pico abierto para regular su temperatura corporal, en los que el alquitrán del asfalto se derrite y se queda pegado a la suela de los zapatos.

Me fijé en él, lo hacía a menudo, extrañé su comportamiento. Sudaba como un reo en el corredor de la muerte. La congestión lo agobiaba y creí que estaba al borde del colapso. Me preocupaba y le pregunté en varias ocasiones por su estado, pero le restó importancia.

– El calor me atormenta, me trae recuerdos horribles de Egipto. Siendo niño, en una ocasión cerca de la frontera de Sudán, nos extraviamos en el desierto y tuvimos que pasar varias noches a la intemperie. Dos miembros de la caravana fallecieron, uno de ellos en mis brazos. Estoy bien, pura psicosis. Se me pasará. Me lo decía nervioso, desaforado, regado con sus propios jugos igual que el pavo al horno de la cena.

Entrada la tarde se confirmaron mis percepciones. Lo atendimos de una lipotimia que lo dejó tendido en la sala de reuniones con espasmos de epiléptico. Cuando se recuperó, el médico de empresa le sugirió reposo en su domicilio y, aunque intenté convencerlo de que necesitaba descanso, se empeñó en continuar con sus labores.

Cuando los operarios técnicos repararon la avería, probaron al máximo la potencia de los generadores. Bajó el mercurio en picado y el termómetro se dio la vuelta como un calcetín. Los excesos de calor se invirtieron y, con el abuso del frío, nos pegó una pelona tremenda.

El cambio brusco de temperatura le resultó nefasto. Aterido de frío, se convulsionaba en la silla de su despacho y las ruedas, que absorbían los vaivenes, dejaban escapar un singular traqueteo. Las ventanas fijas impedían regular el ambiente con el exterior y lo tuvimos que arropar con las toallas del baño. Los ojos en blanco, espumada la boca, lívido; gemía y respiraba anhelosamente, con un ronquido sibilante propio de un agónico.

El doctor nos desalojó destempladamente del cuarto apelando a nuestra inconsciencia por robarle el aire y, tras examinarlo, reclamó la urgencia de una ambulancia. Había que trasladarlo con inmediatez al hospital.

Los rumores se dispararon en el pasillo, y acudieron de todas las plantas hordas de curiosos que se trasmitían mensajes en clave de lamento:

– “Tan vital, con el éxito alcanzado, si es que no sabemos cuándo nos puede sobrevenir una desgracia… La responsabilidad es de la actuación negligente de la empresa de mantenimiento, nos podía haber pasado a cualquiera… Dicen que un infarto, quiera Dios que todo quede en el susto…”

La ambulancia llegó al instante y con ella el equipo de atención inmediata. Entraron como un tropel con la premura de los bomberos en un incendio, dando empellones por el pasillo con el equipo clínico, se atrincheraron con el doctor y oí el murmullo bajo de sus palabras entre el silbar de la bomba de oxígeno. Consiguieron reanimarlo y mantener su euritmia, pero estaba hecho una piltrafa. Tumbado en la camilla no hacía sino reclamar en murmullos una y otra vez su presencia.

La arrancaron de los brazos que la consolaban y pasó ante mí, con los ojos cubiertos de lágrimas, maullando su pena. Pidió que les dejasen compartir el momento para disfrutar de unos instantes íntimos. Y, fruto del azar, la puerta quedó entreabierta dándome un ángulo de visión lo suficientemente apropiado para tener una referencia plena de sus actos.

Nunca he contado a nadie lo que vi, seguramente por miedo a que me tildarán de demente, de alucinado o, lo que es peor, de mentiroso. Pero juro por el honor de mi vida que lo que describiré a continuación fue totalmente cierto, que seré fiel a la realidad de la que fui testigo y no omitiré ni añadiré ningún detalle que pueda distorsionar la verdad de lo que sucedió.

Estaba reclinada ante él dirigiéndole palabras cándidas, con una mano en su mano, la otra le mesaba el cabello, acariciaba su rostro y le secaba el sudor frío que le perlaba la piel.

De improviso, un espasmo le hizo rebotar en la camilla, ni una descarga de mil voltios hubiese provocado el mismo efecto. Su espalda se arqueó en una curvatura imposible y el cuerpo rebotó en la colchoneta para elevarse de nuevo unos veinte centímetros y volver a caer a plomo. Quedó rígido en la tensión extrema de la muerte.

Fue entonces cuando salió el resplandor de su boca. Era un punto de luz fulgurante que comenzó a volar oscilando en círculos por la habitación. Parecía una mariposa de neón trazando espirales concéntricas en derredor de ambos. Ella la miraba aturdida, seguía su estela con los ojos desorbitados de admiración y los labios entreabiertos de pánico. Por un momento quedó suspendida en el espacio para, inmediatamente, con un descenso de vértigo, introducirse entre sus labios cuarteados de rojo pasión.

Cayó al suelo y allí se arrodilló. Se asía la garganta con las manos temblorosas. Ahogada de sofoco, sin aliento, gritaba al vacío el silencio del sordo. Congestionada de asfixia, intentaba sin lograrlo sacar de su interior aquel extraño cuerpo que le robaba el hálito. Se desmayó en su intento y quedó abatida en la moqueta de sisal con sus medias de seda y sus zapatos de tacón alto.

Cuando entraron, intentaron reanimarla. Atribuyeron el motivo del desvanecimiento al trauma que había supuesto la pérdida del ser querido. Se recuperó a los pocos minutos, volviendo en sí con la mirada aturdida y la expresión de cansancio del que retorna de un largo viaje. No pronunciaba palabra. El inoportuno escenario obligaba al traslado de habitación. Se apoyaba en el doctor cuando salió del despacho, extrema de debilidad, renqueaba insegura al caminar.

Cuando llegó a nuestra altura, cayó al suelo el pañuelo de su cuello. Recogí los nenúfares pintados en fondo azul y, mirándola, aún descompuesto de incredulidad por lo vivido, se lo entregué. En voz muy baja me susurró unas gracias extraídas con fórceps. Fue suficiente. Todos lo percibimos. Cada uno de nosotros interiorizó el sonido. Aquel tono, aquella expresividad, el timbre y el encanto de su voz, la percepción de los sentidos que nos era tan familiar.

A partir de entonces se encumbró como la espuma del mar en la cresta de la ola. Ascendió en el organigrama perseguida por la fama y el deseo, por la adoración de su presencia, por el temple de su voz. Al poco tiempo, dirigía el departamento del difunto con el mismo éxito que su antecesor. Las ventas, que habían roto los mínimos anuales, se recuperaron con su llegada y el pico de sierra del gráfico del histórico llegó a máximos de facturación.

Viví aquello como un conflicto personal que se cernió en mi existencia. Yo, que siempre he mantenido el empirismo de lo material, que siempre he rechazado las creencias metafísicas de la religión y la realidad existencial de los fenómenos paranormales, me encontraba sumido en la duda profunda de creer lo vivido sin poder demostrar científicamente su procedencia. Me obsesioné tanto con la experiencia de ser el protagonista excepcional de un fenómeno sobrenatural que en muchas ocasiones me creí tocado por la fe que me había negado mi nacimiento.

Carcomido por las dudas, tiranizado por la idea de la lógica, recorrí incontables bibliotecas especializadas en las novecientas mil clases de insectos. Aunque convencido de su inexistencia, buscaba alguno con capacidad de vuelo y luminiscente, vulnerable a los cambios térmicos, con posibilidad de sobrevivir en el aparato respiratorio del cuerpo humano y, a la postre, influir directa o indirectamente en su organismo con la secreción de algún tipo de compuesto capaz de alterar su metabolismo y modificar su fonación.

La búsqueda fue inútil. Consulté a expertos en himenópteros, lepidópteros, neurópteros y coleópteros que me atendieron con los ojos como platos y me analizaron como si yo fuese el objeto de su estudio, pero negaron tal posibilidad. Se conocían especies de insectos que habitaban como huéspedes el cuerpo humano, pero ninguno de esas características, ni capaz de producir tales efectos.

Desistí de la investigación cansado de pretender lo que sabía de antemano imposible. No había explicación a lo sucedido. Tenía que resignarme a aceptar las consecuencias sin entender el procedimiento. De asumir el fin sin comprender el proceso. De centrarme en el resultado sin detenerme en el medio.

Así lo hice. Blindé un cuarto de mi vivienda y mandé instalar una puerta de acero fundido. Una empresa de refrigeración procedió al montaje de una bomba de calor que me ocupaba la mitad de la terraza capaz de producir tantas kilocalorías como para derretir el corazón más helado, y en la otra mitad, un equipo de aire acondicionado de respuesta rápida para congelarlo de nuevo. La invité a cenar y le robé su tesoro escondido.

Logré las metas que esperaba. Una vez accionista mayoritario, formé un holding de empresas adquiriendo a las competidoras. No encontré ningún impedimento en recabar el apoyo ministerial para favorecer mis intereses. Establecidos los contactos, como entretenimiento, me dediqué a la política, triunfé al igual que en todos los proyectos que emprendí.

Cuando fui elegido senador me planteé de nuevo mi vida. Con la garantía del triunfo asegurada por anticipado, la existencia carecía del interés del riesgo. Sin objeciones ni conflictos, sin opiniones contrarias a los argumentos personales, dejó de atraerme la conquista de mis ideales. Consciente de que la diversidad de criterios enriquece los planteamientos y que, al anular la voluntad participativa de mis interlocutores, me había convertido en un dictador de dogmas, en un artífice de principios, llegué a odiar hasta lo más profundo de mi ser, a aborrecer al ente que llevaba dentro y que era la causa de mi infortunio.

Doné toda mi fortuna a una pequeña fundación benéfica y me retiré a un pequeño bungalow en una isla de la zona meridional del Caribe donde el clima tropical no tiene cambios bruscos de temperatura.

Suelo salir por la noche al porche a tomar el fresco y departir amigablemente con los nativos. Vienen familias enteras de varias generaciones y se sientan alrededor para escuchar mi voz. Una gran mayoría no entiende nada de lo que digo pero me piden que hable y, cuando lo hago, veo la felicidad reflejada en sus rostros y la admiración de los sentidos en sus ojos. Regresan a sus casas abrazados, con el corazón henchido de sensaciones, con la mente repleta de recuerdos.

Me cambiaría por cualquiera de ellos.

 

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